Presentación de Síncopes (Lima: Zignos, 2007; México: Literal, 2007; Bolivia: Mandrágora Cartonera, 2007) de Alan Mills
Por Nicolás Alberte
Síncopes, de Alan Mills, es un libro de valor. Un libro de valor en dos sentidos: es valioso y es valiente. O talvez, el gran motivo de su valía sea su valentía. Una valentía que proviene de la asunción de una doble derrota: la de una vida en las miserias de Latinoamérica y la de intentar salvar algo de ese naufragio desde la poesía.
Ya el título del libro da cuenta de ello: muerte en vida que es un síncope y sonido “menor”, nota breve después de la nota más larga, que es la síncopa musical. Las dos derrotas antes mencionadas. Desde el prólogo lo anuncia Raúl Zurita:
“Síncopes constituye el extraordinario poema de una violación, de una violación permanente…”
Escribir poesía en cualquier lugar del mundo es perder antes de empezar, pero escribir poesía en Latinoamérica es una derrota desde el lugar de los derrotados. Periferia de la periferia.
Pero este canto perdedor, que no perdido, o canto de la pérdida, es el decir de alguien que no se entrega. Ahí reside su gran valor. Valor en el sentido de coraje. Valor en el sentido de importancia. Porque es el único lugar desde donde podemos, y debemos tal vez, escribir: en la periferia, valor de predicar en el desierto.
Primera derrota: desde dónde se escribe
Entre los epígrafes del libro hay una cita de Edmond Jabés: “nous sommes entrés par erreur./ nous avons frappé a la porte de service.” Entramos por error, golpeamos en la puerta de servicio. Esto nos sitúa: aquí estamos, en la entrada de servicio; eso somos: el servicio. Peor, entramos por error a un mundo al que no queríamos venir. Eso son los niños de América Latina, las violaciones que engendran, desde siempre, una infancia corrompida, inexistente. Y esos son los protagonistas de Síncopes.
No hay posibilidad de infancia en la pobreza de América Latina. Somos los hijos de esa conquista por la fuerza que es la violación, violación permanente, como decía Zurita. Estos hijos no serán niños, porque la infancia es disfrute de la inocencia y la inocencia se corrompe cuando hay que trabajar, o cosas peores, para sobrevivir. Dice Alan: “este territorio pareciera la última puerta, aquí en Xibalbá” , aquí, en el infierno: desde ese lugar se escribe. Y se escribe poesía.
Pero la poesía lo trastoca. Ese inframundo, cantado por la poesía, reformulado, aparece desde el comienzo; los niños que no han tenido infancia, “que están bien muertos”, viven allí, juegan allí: “se han echado encima una sábana de tierra que saben quitarse para soltar sus barriletes etéreos” / “ allá las mutiladas de juárez y guatemala ofician como sus nanas” y también están allí “los pequeños ultrajados de basora”.
Es decir, están los desposeídos y “ahí han organizado la Gran Fiesta a la que todos deseamos ir”. Es una fiesta de inframundo y muerte pero la poesía crea un escape, ese lugar al que todos deseamos ir. El poeta comprende eso: “sí, esta vida no va ninguna parte, abandoné los barrios por puro miedo, atrás quedaron aquellos amiguitos aindiados con los que jugábamos pelota a media calle, hoy son asesinos a sueldo o han cambiado sus apellidos”.
Y no hay infancia para nuestros niños:
Ya el título del libro da cuenta de ello: muerte en vida que es un síncope y sonido “menor”, nota breve después de la nota más larga, que es la síncopa musical. Las dos derrotas antes mencionadas. Desde el prólogo lo anuncia Raúl Zurita:
“Síncopes constituye el extraordinario poema de una violación, de una violación permanente…”
Escribir poesía en cualquier lugar del mundo es perder antes de empezar, pero escribir poesía en Latinoamérica es una derrota desde el lugar de los derrotados. Periferia de la periferia.
Pero este canto perdedor, que no perdido, o canto de la pérdida, es el decir de alguien que no se entrega. Ahí reside su gran valor. Valor en el sentido de coraje. Valor en el sentido de importancia. Porque es el único lugar desde donde podemos, y debemos tal vez, escribir: en la periferia, valor de predicar en el desierto.
Primera derrota: desde dónde se escribe
Entre los epígrafes del libro hay una cita de Edmond Jabés: “nous sommes entrés par erreur./ nous avons frappé a la porte de service.” Entramos por error, golpeamos en la puerta de servicio. Esto nos sitúa: aquí estamos, en la entrada de servicio; eso somos: el servicio. Peor, entramos por error a un mundo al que no queríamos venir. Eso son los niños de América Latina, las violaciones que engendran, desde siempre, una infancia corrompida, inexistente. Y esos son los protagonistas de Síncopes.
No hay posibilidad de infancia en la pobreza de América Latina. Somos los hijos de esa conquista por la fuerza que es la violación, violación permanente, como decía Zurita. Estos hijos no serán niños, porque la infancia es disfrute de la inocencia y la inocencia se corrompe cuando hay que trabajar, o cosas peores, para sobrevivir. Dice Alan: “este territorio pareciera la última puerta, aquí en Xibalbá” , aquí, en el infierno: desde ese lugar se escribe. Y se escribe poesía.
Pero la poesía lo trastoca. Ese inframundo, cantado por la poesía, reformulado, aparece desde el comienzo; los niños que no han tenido infancia, “que están bien muertos”, viven allí, juegan allí: “se han echado encima una sábana de tierra que saben quitarse para soltar sus barriletes etéreos” / “ allá las mutiladas de juárez y guatemala ofician como sus nanas” y también están allí “los pequeños ultrajados de basora”.
Es decir, están los desposeídos y “ahí han organizado la Gran Fiesta a la que todos deseamos ir”. Es una fiesta de inframundo y muerte pero la poesía crea un escape, ese lugar al que todos deseamos ir. El poeta comprende eso: “sí, esta vida no va ninguna parte, abandoné los barrios por puro miedo, atrás quedaron aquellos amiguitos aindiados con los que jugábamos pelota a media calle, hoy son asesinos a sueldo o han cambiado sus apellidos”.
Y no hay infancia para nuestros niños:
“a) hay criaturas que jamás tendrán calma, b) niñez accidentada es destino, “
Pero, si los niños de América Latina carecen de inocencia, Alan Mills tampoco la tiene: la poesía no servirá para terminar con eso en un mundo real:
"c) nuestra belleza no alcanzará para pulirle los huesos al hambre,”
Conociendo de antemano la derrota, se escribe poesía como posibilidad de salvar.
Segunda derrota: qué se escribe desde ahí
Hace poco, gracias a la traducción de Rodrigo Flores, conocí un texto en el que la poeta estadounidense Lyn Hejinian, reflexionaba sobre el pasaje tan comúnmente citado de Adorno: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Escribe Hejinian: “La declaración de Adorno puede interpretarse (…) no como repulsa al intento de escribir poesía 'después de Auschwitz', sino a la inversa, como reto y mandato. La palabra 'barbarie', como viene a nosotros del griego barbaros, significa 'extranjero' –esto es, 'no habla la misma lengua'– y precisamente es ése el deber de la poesía: no hablar la misma lengua de Auschwitz. La poesía después de Auschwitz debe ser bárbara; debe ser extranjera a las culturas que producen atrocidades. Como consecuencia, el poeta debe asumir la posición del bárbaro, tomando una perspectiva creativa, analítica y, a menudo, de oposición, ocupando (y siendo ocupado por) lo extranjero, por la barbarie de lo extraño.”
Y me permito citar esto aquí, porque ese es el lugar, para mí, en el que se instala Síncopes, y ese es su gran valor.
Alguien pide la palabra:
“cómo no voy a desear este desahogo si me enredo en la dislalia, quiero un habla…”. Los desposeídos, los derrotados, quieren hablar, habla como desahogo, y hablarán a través del poeta, de la poesía: doble derrota, derrota doble.
Pero ¿cómo será esa voz? Primero, Alan, que como ya vimos, no es inocente, empieza por plantear una probable esterilidad de este habla:
“tal placer tradúcese paja, escritura de versos, uy, mentira más excitante, casi como imaginar la muchedumbre quitándome la ropa, esos humildes que quisieran bañarme en su gasolina para que yo sirva de antorcha…”
Ahí está claramente el lugar de la poesía, antorcha de esos humildes.
Y, sin embargo:
Y, sin embargo:
“si seguís pajeándote lo perderás todo"
Pero imnediatamente hay respuesta:
“bastardo mío en mí me he parido y soy mi estirpe toda, este testamento sólo beneficiará a la muerte: mis palabras van a centellear en la nada, como violonchelista tocando sobre una trinchera …”
Alan va más allá de esta trinchera, asume y continúa, cruza:
“Ya escuché decir que todo está dicho, que nada nuevo bajo el sol, que montémonos en hombros de gigantes, lo cierto es que una vez estuve en una galera a punto de ser violado y me salvé porque pude tartamudear el 'poema de amor' de roque dalton.”
Entonces sí, la poesía llega, adquiere un valor: salva. Y salva de la violación, de la violación de la que hablábamos antes. Roque Dalton es, precisamente, claro ejemplo de esta doble derrota, política y poética. Y qué es lo que dice en su “poema de amor” Roque Dalton, recordemos:
“…los eternos indocumentados,/los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,/ los primeros en sacar el cuchillo,/los tristes más tristes del mundo,/ mis compatriotas,/mis hermanos.”
Esa es la poesía que salva, la poesía de los desposeídos. Pero querer salvarse por poesía es asumir una derrota. “si seguís pajeándote lo perderás todo…” Escribir desde otro lugar, no hablar la misma lengua de Auschwitz. Saber de antemano el fracaso de un discurso que no será leído ni escuchado. Y eso es valiente. Ser San Juan Bautista es valiente, predicar en el desierto es valiente y necesario.
Tanto es así, que la poesía salva, o puede o quiere salvar, que sus principales contrincantes son otros discursos que anuncian salvación y que aparecen reiteradamente en Síncopes, en diversas formas:
“diosita… gracias a tu ausencia intuí que de aquellas montañas va resbalando el hormigón que amasija los bares y nuestros castillos rave, nuestro éxtasis lo trae el polvo de los muertos que olvidamos y se vende en los Megatemplos.”
“el pueblo apenas escucha: pare de sufrir, pare de sufrir y mi problema es parecido: no logro apagar la tele…”
“mis compatriotas buscan felicidad en el norte, allá verán casi la misma porno pero con rasuradas actrices del momento, los infiernos anales no truecan su geografía …”
“vamos a confesarle esto a nuestros coyotes … nuestros coyotes nos ofrecen un viaje al nirvana pero en sus piedras de crack no va conentrado el paraíso...”
La poesía como un discurso entre discursos en el mar de la posmodernidad, esa palabra tan manida, “yo siervo de la gleba posmo”, dice Alan, “yo apestado que mira”. Poesía redentora entre las peores formas comerciales de religión, entre los que mueren queriendo pasar al paraíso del norte, entre la droga, la televisión, los paraísos artificiales, poesía como religión. Poesía como pasado y como futuro.
“a) mi destino para el poema sería un pueblo que ya no existe, b) mi destino para el poema sería un pueblo que todavía no existe.”
Alan parece dudar todo el tiempo entre estas variables del valor, tiene el valor de dudar. Pero, en todo caso, poesía como algo inevitable.
“Doctor, voy a contarle algunas cosas
que quisiera olvidar
pero no puedo”
Y ese discurso posmoderno responde con ironía:
“Señor,
Lo entiendo,
También me duele,
Pero yo no soy su siquiatra,
En serio,
Ésta es una clínica
De reducción de peso”
Y, sin embargo, estas son las últimas palabras del libro:
“Doctor, doctor,
Voy a contarle algunas cosas,
COSITAS
Que quisiera olvidar pero no puedo”
¿No puedo olvidar? ¿No puedo contar? Eso es Síncopes, para mí, el valor de contar de un modo valioso lo que no se puede contar, la asunción de una vida en el infierno y su canto como posibilidad o voluntad de salvación y de resistencia. Eso es poesía, para mí, cantar lo que no se puede olvidar y lo que no se puede contar ni dejar de contar.
Pero imnediatamente hay respuesta:
“bastardo mío en mí me he parido y soy mi estirpe toda, este testamento sólo beneficiará a la muerte: mis palabras van a centellear en la nada, como violonchelista tocando sobre una trinchera …”
Alan va más allá de esta trinchera, asume y continúa, cruza:
“Ya escuché decir que todo está dicho, que nada nuevo bajo el sol, que montémonos en hombros de gigantes, lo cierto es que una vez estuve en una galera a punto de ser violado y me salvé porque pude tartamudear el 'poema de amor' de roque dalton.”
Entonces sí, la poesía llega, adquiere un valor: salva. Y salva de la violación, de la violación de la que hablábamos antes. Roque Dalton es, precisamente, claro ejemplo de esta doble derrota, política y poética. Y qué es lo que dice en su “poema de amor” Roque Dalton, recordemos:
“…los eternos indocumentados,/los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,/ los primeros en sacar el cuchillo,/los tristes más tristes del mundo,/ mis compatriotas,/mis hermanos.”
Esa es la poesía que salva, la poesía de los desposeídos. Pero querer salvarse por poesía es asumir una derrota. “si seguís pajeándote lo perderás todo…” Escribir desde otro lugar, no hablar la misma lengua de Auschwitz. Saber de antemano el fracaso de un discurso que no será leído ni escuchado. Y eso es valiente. Ser San Juan Bautista es valiente, predicar en el desierto es valiente y necesario.
Tanto es así, que la poesía salva, o puede o quiere salvar, que sus principales contrincantes son otros discursos que anuncian salvación y que aparecen reiteradamente en Síncopes, en diversas formas:
“diosita… gracias a tu ausencia intuí que de aquellas montañas va resbalando el hormigón que amasija los bares y nuestros castillos rave, nuestro éxtasis lo trae el polvo de los muertos que olvidamos y se vende en los Megatemplos.”
“el pueblo apenas escucha: pare de sufrir, pare de sufrir y mi problema es parecido: no logro apagar la tele…”
“mis compatriotas buscan felicidad en el norte, allá verán casi la misma porno pero con rasuradas actrices del momento, los infiernos anales no truecan su geografía …”
“vamos a confesarle esto a nuestros coyotes … nuestros coyotes nos ofrecen un viaje al nirvana pero en sus piedras de crack no va conentrado el paraíso...”
La poesía como un discurso entre discursos en el mar de la posmodernidad, esa palabra tan manida, “yo siervo de la gleba posmo”, dice Alan, “yo apestado que mira”. Poesía redentora entre las peores formas comerciales de religión, entre los que mueren queriendo pasar al paraíso del norte, entre la droga, la televisión, los paraísos artificiales, poesía como religión. Poesía como pasado y como futuro.
“a) mi destino para el poema sería un pueblo que ya no existe, b) mi destino para el poema sería un pueblo que todavía no existe.”
Alan parece dudar todo el tiempo entre estas variables del valor, tiene el valor de dudar. Pero, en todo caso, poesía como algo inevitable.
“Doctor, voy a contarle algunas cosas
que quisiera olvidar
pero no puedo”
Y ese discurso posmoderno responde con ironía:
“Señor,
Lo entiendo,
También me duele,
Pero yo no soy su siquiatra,
En serio,
Ésta es una clínica
De reducción de peso”
Y, sin embargo, estas son las últimas palabras del libro:
“Doctor, doctor,
Voy a contarle algunas cosas,
COSITAS
Que quisiera olvidar pero no puedo”
¿No puedo olvidar? ¿No puedo contar? Eso es Síncopes, para mí, el valor de contar de un modo valioso lo que no se puede contar, la asunción de una vida en el infierno y su canto como posibilidad o voluntad de salvación y de resistencia. Eso es poesía, para mí, cantar lo que no se puede olvidar y lo que no se puede contar ni dejar de contar.
Imagen: Erick González